domingo, 24 de marzo de 2013

Compro vendo permuto


Hace dos días se acabó el arroz. La cena de ayer, un café con leche . Mientras cenaba pensé en mi abuela que siempre me contaba cuando allá en Italia, después de la guerra, había tanta pobreza que comían puré de papas todos los días. Pensé en la nonna y sus cinco hermanos comiendo puré de papas y yo ni papas tenía. También pensé en Sofía, que no me contestó cuando la llamé. Necesito un trabajo urgente.

La valija con rueditas está impecable. El estuche rígido de guitarra lo usé una vez sola. El reloj de bolsillo, me dá pena, era del abuelo, pero cuesta un huevo así que también se suma al combo. Abuelito perdoname. La campera que "encontré" en casa de mis viejos tampoco importa, tienen muchas. Lo que más me duele, son los tres tomos de Las Mil y Una Noches, edición Aguilar, tapa dura, traducción imperdible, que robé de la biblioteca de mi escuela secundaria. El primer libro que tuve en mi vida fue robado, libro de tres tomos vale por tres libros, un comienzo a lo grande. Pero la miseria reduce todo eso, a un instante, como el de hoy, cuando el panadero casi no acepta mis últimos quince pesos en monedas de diez centavos. ¿Tres sanguchitos de miga, quince pesos? Muchas gracias, y le dejé las quince montañitas de monedas embaladas de a diez y el tipo me miraba por encima de sus lentes con vergüenza ajena. Las monedas le servían, lo que no le servía, al parecer, era que gente como yo existiera. Comí uno y guardé dos para más tarde. A la noche completé con un café con leche. 

Despues de unos días, un llamado de número desconocido, era Sofía. Me dijo que no la llamara más, y yo que necesitaba verla, hablar con ella, que tenía ganas de cocinarle algo rico como en los viejos tiempos  le dije y me arrepentí al instante de esa frase. Aceptó cenar conmigo, apenas sale de la facultad viene para casa, a eso de las diez. Miro la billetera sobre el escritorio y sé muy bien que está vacía. Al lado de la billetera, las boletas de alumbrado, barrido y limpieza sobre las otras cuatro boletas de luz, gas, teléfono y agua. 

Compro Vendo Permuto. Indica esperanzador un cartel en la puerta. En el fondo un tipo lee el diario, ni se inmuta con mi presencia. El lugar, repleto de muebles antiguos, sillones, instrumentos musicales, vasijas, bijouteria barata, todo con un cartelito y un precio, adornos extraños, muñecas de porcelana, relojes, electrodomésticos usados, fotografías en blanco y negro. Todo recubierto por una delgada película de polvo. Entonces escucho: ¿Que tenés ahí? El sujeto me acecha con mirada sigilosa y escruta las cosas que le muestro, cuando ve el reloj del abuelo, solo atina a levantar sus cejas y en un ademán desinteresado lo separa del resto. Ahora mira la valija con un énfasis distinto al de hace unos segundos y me dice: ¿Por ésta cuánto pedís?

La frase, por un instante y de alguna extraña manera significa que todavía existe una chance, que esa cena puede llegar a ser un éxito y que junto a Sofía podría ser feliz. La veo sentada a la mesa, detrás de una copa de vino tinto, prueba un bocado y sonríe. Esta imagen circula por mi cabeza mientras pienso una cifra aproximativa y me cuestiono por no haberlo premeditado, por inexperto, por ingenuo o por pura urgencia, le digo el primer número que viene a mi cabeza: doscientos cincuenta. El tipo se aleja y en el fondo aparece alguien más, un nuevo personaje que hasta entonces aguardaba oculto en las sombras del local, miran la valija, la manosean, abren sus cierres, mueven sus manijas y de pronto parecen ponerse de acuerdo. Ciento ochenta pesos por la valija, el reloj y el estuche me dijo que no le interesaban, que de eso tenía mucho y no vendía nada. Los libros ni los saqué de la mochila y la campera me la puse como si no la hubiera ido a vender. 

Ahora, todo parece ordenarse. Pagar al menos una de las boletas y después pasar por el chino. La satisfacción se reduce a esto, hacer las compras. Un instante efímero en el que los productos no son elegidos por su precio sino por su calidad, o por los colores de sus envases, pero no por estar en oferta. Los veo caer en el canasto, acumularse unos encima de otros. Las pastas frescas, la crema, las verduras, el queso parmesano, el pan casero, dos botellas de buen vino tinto, un chocolate con pasas de uva para el postre. Eso es la felicidad. De pronto todo cobra sentido y creo en la certeza de poder ofrecerle algo distinto, ni mejor, ni peor que antes, algo que quizás no se parezca en nada al progreso pero sea lo suficientemente bueno como para que, esta noche, se quede a dormir conmigo.



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